En invierno de 2020, un amigo me mandó por correo un par de zapatillas. Me dijo que las había elegido porque los colores, negro y gris con detalles en naranja flúo, le hacían acordar a Akira. Recién operada por primera vez, encontré ocasión de usarlas para ir a un control. El médico me pidió que me acostara en la camilla para revisarme la panza y soltó un comentario al pasar. “Qué buenas zapas, ¿te vas de trekking?”. No me había dado cuenta de que la suela tenía forma dentada para permitir más agarre a las superficies. No sé qué le respondí.
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El once de mayo de 2023 trabajé todo el día desde la casa de mi tía. A la siesta salimos a dar una vuelta por Campana. El sol no iba a durar mucho más. Bajamos del auto y caminamos un poco por la costanera, frente al río. Me dio calma pensar que estaba aguas abajo. En menos de un día todo iba a cambiar. No iba a pasear por ninguna costanera hasta quién sabe cuándo. Pasarían días hasta poder pararme y unas cuantas noches tratando de encontrar comodidad en una misma posición.
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A veces me confunde la luz, cómo cae por el boulevard 12 de Octubre justo cuando está por empezar el invierno, la quietud de la ciudad en esos domingos de frío, y creo que sigo ahí. Hay una dimensión del tiempo que se trastoca cuando no podés hacer más que esperar. ¿Cómo hacen los que nunca salen? Algunos días creo que todavía estoy. Que algo salió mal y hay que arreglarlo, acostada en un colchón que dejó de ser cómodo, inmóvil porque lo de adentro se puede romper. No es solo la luz, es el silencio, la sensación. Lo primero es la angustia, que es una forma de llamar al espanto. Entonces me recorro el cuerpo con las manos y siento que todas las cicatrices están cerradas. Las cicatrices me ayudan a distinguir el pasado del futuro.
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Una noche me desperté en la cama del hospital. No sabía dónde estaba ni qué había pasado, ni siquiera me acordaba de mí. Yo era una consciencia en blanco, como cuando los personajes de las películas se despiertan sin acordarse de nada. Es verdad, puede pasar, me pasó. Comprobé que me salían cables por todos lados: de un brazo, del otro, de la espalda, de entre las piernas, y aunque siguiera su recorrido con los dedos era imposible entender dónde empezaban y dónde terminaban. Me senté. Miré las sábanas blancas, la almohada hundida, el colchón levantado, los cables en tensión. Mi madre, que dormía en un catre junto a mi cama, se despertó. Me preguntó qué hacía. Le respondí que no cerraban las cuentas. “No me cierran las cuentas”, como si el horror pudiera resumirse en una ecuación. Ella se levantó del catre, me acostó otra vez en la cama, me tapó con la frazada y me dormí.
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Tengo un cuerpo mutilado. Me faltan partes que no se ven y tengo marcas que no escondo. Tengo citas con grandes aparatos que lanzan ondas y partículas para ver si está todo bien o todo mal. Los tomógrafos no me molestan, son como un aro del que entro y salgo, pero los resonadores son un ataúd. Me ponen auriculares para aislar el sonido pero yo escucho igual y del sinsentido hago palabras. “Dale, dale, dale”, a veces escucho que dice el resonador. Otras veces me dice que no importa, porque nada va a hacer la diferencia, que preste atención a cómo las células de mi pelvis reaccionan al magnetismo y quieren salirse de la piel, y siento que desde muy adentro algo empuja esa especie de arnés y escudo que me ponen antes de meterme. No soy claustrofóbica, pero a veces me asusta lo que dice el resonador.
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Es 2024. Estamos de viaje. Busco algo en una conversación de WhatsApp con mi amiga, no sé muy bien qué. Encuentro algo que no esperaba. Le digo que hace poco más de un año le contaba que me iban a tener que vaciar, que había pocas garantías y que el mejor escenario era vivir con dos bolsas saliéndome de la panza por el resto de mi vida. Entonces, a mí me sorprendía la entereza de su respuesta. Ahora, me sorprende la mía.
¿Cuánto es el resto de una vida así? No voy a ser catastrofista. Se puede hacer un cuerpo de cualquier cosa, incluso de aquel que los médicos insisten en llamar vacío. Partes que no están hechas para funcionar de cierta manera se pueden acostumbrar igual. El sentido se hace, como una artesanía. ¿Qué está hecho para qué en un cuerpo? Me causa gracia acordarme de Gould cuando dijo que las narices están hechas para ponerse los anteojos. Lo maleable es doloroso, pero es maleable. Se aprende a vivir con las mutilaciones más grotescas, se vive a pesar y gracias a ellas. Es lo que aprendí y lo que temo: que si sucede otra vez, si es irreversible, voy a aprender otra vez. Porque, aunque no quiera y no lo desee, ya sé que es posible.
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Esto se podría terminar. Ese pensamiento me ordena. No es un pensamiento feliz. No es un pensamiento triste. Es una coordenada, sea que mire como pastan los caballos en un baldío o el mar entre los pies cuando retrocede y da vértigo. Esto se podría terminar, entonces no importa tanto que me echen del trabajo. Esto se podría terminar, entonces no importa tanto eso que me inquieta. Esto se podría terminar, entonces escribo cuadernos que nunca voy a transcribir y los guardo en cajas, para algún día. Esto se podría terminar, entonces voy al río y me acuesto en la arena, y meto los pies en el agua aunque sea mayo y me enfríe de más. Esto se podría terminar, entonces voy a dejar que el día se vaya sin pena ni gloria, porque cuando el tiempo pasa como si nada es porque lo tengo ganado o porque decido, por un rato, tenerlo y desperdiciarlo, no pensar tanto, hacer de cuenta que esto no se va a terminar.
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Con mi amiga emprendemos un sendero. El cartel dice tres horas, lo acompaña un dibujito de pendiente empinada. Bordeamos las primeras playas hasta entrar de lleno a la mata y subir, rodeando los morros de roca metamórfica expuesta que las plantas hacen sustrato fértil para su descontrol. Las subidas me sacan el aire. Me concentro para hacer la misma fuerza con las dos piernas, impulso el movimiento con los brazos, tomo consciencia del equilibrio de mi cuerpo. Vuelvo a tomar aire, la cabeza se me llena de sangre y me mareo levemente. No me quedo quieta, el mareo se vuelve vigor, continuar es más fácil a pesar de las subidas, respiro. Me concentro para mantener el equilibrio y la fuerza. A mis pies, las zapatillas de Akira se afirman a las rocas y me mantienen segura. Pienso en el médico, en el cuerpo, en el futuro.
Esto se podría terminar, entonces voy a [...] hacer de cuenta que esto no se va a terminar.
ResponderEliminarLo has hecho muy bien. Es justo decir ahora: la vida misma. Para vos y para mí. Para toda las personas y su porvenir.
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