Amanda
No recuerdo cuándo empecé a pensar en ella. Supongo que como a toda idea terrible le habrá llevado su tiempo enraizar hondo en mi cabeza hasta percatarme de que allí estaba. Supongo también que, cuando una es pequeña, por contraste el resto del mundo le parece tan enorme y cautivante que no queda ningún hueco por el cual pueda colarse la idea disparatada de que ese mundo enorme y casi infinito puede terminarse, como se termina un sanguchito o la canción de tomar el té. Y ha de ser en ese paraíso de ingenuidad que andan los niños cuando son niños, que cuando trepan a la rama más alta de un árbol y sus madres los llaman desde abajo con caras de pálida preocupación no hay valentía en juego, porque no pueden ser valientes quienes no tienen idea de la enorme probabilidad de que se quiebre la rama y se caigan, y que con la rama se quiebren piernitas, bracitos y cuellitos; no imaginan la infinidad de cosas horribles que podrían ocurrirles y entonces de tan ingenuos son invencibles. Decía