Amanda

No recuerdo cuándo empecé a pensar en ella. Supongo que como a toda idea terrible le habrá llevado su tiempo enraizar hondo en mi cabeza hasta percatarme de que allí estaba. Supongo también que, cuando una es pequeña, por contraste el resto del mundo le parece tan enorme y cautivante que no queda ningún hueco por el cual pueda colarse la idea disparatada de que ese mundo enorme y casi infinito puede terminarse, como se termina un sanguchito o la canción de tomar el té. Y ha de ser en ese paraíso de ingenuidad que andan los niños cuando son niños, que cuando trepan a la rama más alta de un árbol y sus madres los llaman desde abajo con caras de pálida preocupación no hay valentía en juego, porque no pueden ser valientes quienes no tienen idea de la enorme probabilidad de que se quiebre la rama y se caigan, y que con la rama se quiebren piernitas, bracitos y cuellitos; no imaginan la infinidad de cosas horribles que podrían ocurrirles y entonces de tan ingenuos son invencibles.

Decía que no recuerdo cuándo empecé a pensar en ella, pero sí recuerdo la primera vez que la vi: había entrado un gorrión a casa, medio por casualidad, y una tropa eufórica por el bicho nuevo, mi primo, mi hermana y yo, le ató en una de las patitas un piolín, para reconocerlo cuando volviera. Lo tenía entre las manos y en un momento, no sé cómo, se me escapó y voló para el techo, y mientras seguía su vuelo por adentro de casa la vi y me vio, cruzamos miradas. Hacía calor, era ya verano, y la muy víbora se había agazapado arriba del ventilador de techo, que giraba y giraba enloquecido con la perilla puesta en el uno, que en aquel ventilador era el número más rápido; desde ahí me miraba con ojos enormes y sonrisa burlona. El gorrión se estrelló contra el ventilador, ella estiró la lengua y le pegó una lamida. El pajarito cayó al piso enseguida, tembló con una patita rota y la otra con el piolín anudado. Tembló hasta que dejó de temblar y entonces lo enterramos entre los tres en el cantero y lo lloramos largo y tendido.

Pasó tiempo hasta que la volví a ver; entre medio había logrado olvidarme a medias de la aparición, cosa bastante necesaria para una nena que tiene que dormir por las noches para ir tempranito y bien arreglada a la escuela, y, aunque me encantaban la euforia y el miedo en la panza cuando hacíamos rondas y nos contábamos cuentos de fantasmas, nunca le dije a nadie lo que había visto aquel día sobre el ventilador. Habían pasado varias décadas, cuando la volví a ver ya no era una niña y tampoco iba a la escuela, pero la reconocí enseguida, como si su rostro estuviera grabado a fuego en mi cabeza, y se me heló la sangre cuando la vi hecha un bollito abajo del lecho de muerte de mi vieja.

Desde entonces me fue acechando, como un montón de lobos en la oscuridad que apenas se ven por el brillo de sus ojos, creo, para que no tuviera ni la gracia de olvidarme de que ella andaba por ahí cerquita, porque no es la clase de señora que espera paciente de pie en el umbral de la puerta altísima de hierro a que yo le abra, le dé un beso y le diga qué tal, Amanda, tanto tiempo, pasá a tomar unos mates. Y si bien Amanda no tomaba mates conmigo, yo sabía que me andaba buscando: me saludaba desde el asiento de acompañante de un auto mientras yo esperaba en una esquina para cruzar la calle, se escondía en un edificio en construcción cerca de casa, a veces hasta la veía colgada de los cables del tendido eléctrico durante las tormentas. No había lugar donde no estuviera. Entre medio me mudé un par de veces y sentía el alivio de haberla perdido cuando no aparecía por un par de semanas, pero era sólo cuestión de tiempo hasta que averiguara mi dirección otra vez y alguna nochecita, de camino a casa, me la cruzara bajo un árbol frondoso y húmedo, desde donde me miraba con su sonrisa burlona.

Me espanté, claro que me espanté, como se espantaría cualquiera si una aparición transformara todas las horas de su vida en una espera lenta y angustiosa hasta la próxima vez que se dejara ver, y entonces escalofríos y sudor; mis horas giraban en torno a ella, en dónde podría aparecer, a qué hora. Como piezas de un rompecabezas fui armando una imagen con lo que creía eran sus lugares favoritos para tomarme por sorpresa y comencé a esquivarlos: las calles adoquinadas con poca luz, las casas antiguas con porche, los árboles de tronco grueso que resquebrajan las baldosas de la vereda.

Algún tiempo después, la lista que había confeccionado abarcaba prácticamente todos los lugares en los que había puesto un pie alguna vez y todos los lugares en los que no. Muy a mi pesar, dejé de salir de casa; me dediqué a tejer, a leer novelas clásicas, a ver películas en blanco y negro. Me sentí tan vieja de golpe. No soy una mujer de las que están hechas para estar encerradas en un bloque de ladrillo y chapa, pero aprendí lo mismo. Amanda finalmente me tenía rodeada, mi mundo se había encogido a un rectángulo a mitad de cuadra, con un patio con paredes altas y una galería larga y luminosa que llegaba hasta la puerta de calle, Amanda sin tocar timbre llegaría en cualquier momento.

Me desperté de un sobresalto una noche. Afuera los árboles se sacudían y el viento silbaba furioso, la lluvia repiqueteaba en el techo de chapa, que vibraba con cada trueno junto a mi cama y el piso de madera de pino. Respiré hondo, cerré los ojos sabiendo que ella estaría ahí en cuanto los abriera, ella ya estaba ahí.

-Amanda -le susurré, me sentía ligera como una pluma, casi flotando por encima del colchón frío-, Amanda, tengo miedo.

Amanda estaba hecha un bollito a los pies de la cama y me miraba con ojos enormes y una sonrisa torcida.

-Ya no puedo más, Amanda, todas estas horas de encierro me consumen y estoy tan húmeda, la leña húmeda no prende, no prende, Amanda, y me siento morir como un fuego ahogado.

Amanda reptó hasta quedar por encima mío y me clavó los ojos.

-Entonces tendrías que empezar a nacer.

Ella estiró la lengua y me pegó una lamida.

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